El Análisis de Asmodeo
(T. 32. 5) (T. 34. 4)
Quien
pide luz para alumbrarse a sí mismo, comprenda que uno a cambio tiene que dar
la sombra de quien lo protege. Pueden llamarlo como quieran, pero él jamás fue
bautizado, porque, según los rumores, su nacimiento fue infeliz y maldito. Si
lo hubiesen conocido confirmarían las sospechas con la que sus allegados le
fastidiaban la vida, lo creían loco. Y es que lo estaba. El joven estaba loco,
pero no era ese término de locura el que nosotros, los ignorantes utilizamos
para designar a alguien que carece de las aptitudes motrices del cerebro (por
llamarlo así). En fin, quien lo conociese, sabrá de las breves dádivas con las
que creció. Su afición por los insectos desde pequeño, así como las pláticas
con sus amigos que decía tener, hicieron de este muchacho una locura muy
elocuente en vida, incluso que con su sola presencia llegaba al grado de atraer
todas las atenciones del público y lo trataban como una maravilla (por no
llamarlo de forma burlesca, un fenómeno), él estaba realmente admirado por la
forma en la que el pueblo gobernaba sus inquietudes. Él no era un bufón, ni
tampoco una clase de alimaña, y él se sentía el rey. Sintiéndose, por otro
lado, ya que al menos poseía la atención que requería, aclamado por ello, creó
su propia fama genérica, a gusto, porque él de seguro así lo quería. ¡Ese joven
estaba totalmente loco! ¡Y no había nadie más loco que él!
Pero
yo me negaba a aceptar que un compatriota mío causara el gran mal que los rumores
de los lugareños expandían al mismo tiempo que dañaban la imagen de estos seres
“amigables con la naturaleza y encantadores como númenes”, que bien podrían
proteger el alma –tanto como puede condenarla– de un vil pecador. Según las
creencias relacionadas a ellos. Fui, y lo conocí, para comprobar si la
hipótesis que envolvía todas las historias lúgubres era cierta. Si no lo era,
¿acaso yo también sería un mentiroso al creer en ellas?
Su
vivienda era un bosque antiguo, inundado eternamente por las raíces de un viejo
Tlahuelhuete, árbol donde los áalomes hematófagos se escondían después de haber
llevado sus travesuras al límite. Ese árbol era demasiado alto, y bastante
ancho, que un joven como él entraría perfectamente en su corona. Asmodeo,
vistiendo solamente un manto pigmentando de un rojo carmesí, me recibió con un
apretón de manos, manos manchadas por la sangre de las cochinillas que dan el
color de su vestido, sucio.
Asmodeo
me presentó su morada, una mesa con un solo libro, que, viendo su portada, se
trataba de un álbum lleno de dibujos extraños. Otros dibujos que, como
entomólogo, identifiqué como mariposas de la especie Vanessa, me atrajeron como la luz atrae a las polillas. Rescato a
las tres especies que logré recordar: Vanessa
virginiensis. Vanessa atalanta, y la Vanessa
kahukura. Después de recorrer con su mirada mi cuerpo arriba abajo, Asmodeo
me preguntó qué era lo que esperaba de él. Le respondí:
–Solamente
vengo a analizarte, amigo mío, por cuenta propia, y por el círculo de entomología
que está interesado en ti –sus ojos, mirándolos bien, exaltados por la
respuesta, traían una silla para que yo me sentase, digo, era Asmodeo quien me
la traía. No podía dejar de verlo–. Últimamente los mitos –agregué– que hacen
culto de tu personalidad han estado por todos los aires, de boca en boca, y desearía,
si así también lo quisieras, que esos mitos apócrifos, que nada tienen que ver
con tu canon, se erradicaran, para que el pueblo conozca al verdadero Asmodeo.
Asmodeo
negó con su cabeza. Lo único que él me dijo fue un “no me interesa”, y
ofreciéndome, algo mejor que hacer, pidió que yo no me fuera ante la negativa
de su respuesta. Además, me pidió que lo analizara y lo dibujara en un papel que
me había dado, ya que pronto llegaría su “metamorfosis”, sin que yo entendiera
a lo que se refería. Era sobre lo único que hablaba. ¡Que fantástico era el
método en el que contaba, con una extrema exactitud, el proceso por el que
pasaría!
Él
era igual a una mariposa, y por ello, mediante la metamorfosis, saldría de una
“crisálida” para convertirse en algo mejor que ese bicho; las mariposas eran
símbolo de debilidad, y él, por supuesto, no era ningún debilucho. Varias son
las leyendas que hablan sobre estos interesantes insectos. La única condición
que puso para cumplir con el análisis fue que éste, no fuera más allá de mi
boca. Le prometí que así sería. Asmodeo se levantó y me dijo que él también me
examinaría. Se acercó a mí, y con todas sus herramientas, comenzó a anotar
todos los detalles en el libro de las tres mariposas. Yo, por mi parte, enfoqué
mis ojos hacía su cuerpo: Sus alas eran naranjas, y naranjas eran las mariposas
que le acompañaban. Según sus cuentos, las herencias volátiles de sus alas
pertenecían a las tribus que se mantenían más cerca del cielo que de la tierra;
siendo su padre líder entre los buenos y malos. Había tomado de él los mismos
colores rojos, naranjas y azules para el desarrollo de su propio cuerpo, porque
Asmodeo era más que sólo un pirómano resentido, era príncipe de su clan, y
merecía parecerse, tanto psicológicamente y físicamente, a su padre. Sus
manchas cafés en su piel morena, especialmente pintadas por los patrones de las
escamas de sus élitros, que se relacionaban perfectamente con los cabellos
pelirrojos de este individuo, no variaban entre las características con las que
nacía un Kahukura, que era un extenso linaje de familias ancestrales que
antiguamente se consideraban reyes del mundo. De ahí el nombre de la mariposa. En
su defecto, los rasgos fisionómicos con los que se identificaba a un hombre
lepidóptero, raza diferente a la nuestra, eran sorprendentes para mi propio
conocimiento. Pronto admirarlo se convertiría en mi único deseo.
De
la misma manera, Asmodeo me examinaba mientras me contaba sobre su pasado; de
como su padre había muerto en un incidente que por suerte suya a él no lo había
matado, y de cómo su hermano, cuyo nombre no me confesó durante su particular
método de análisis (si notamos que el método de tocar todas mis extremidades de
mi cuerpo y medirlas, para después compararlas con unos números escritos en
unos papeles, puede considerarse un análisis), lo había entrenado en la decadencia
de su hogar, del que escapar para convertirse en un hombre de noche. Todo aquello
habría afectado negativamente su cordura, de no ser, a sus palabras, que la indagación
en el estudio especializado en el ámbito biológico encargado del entendimiento
de los insectos (afición que todo el grupo que pertenece al círculo científico,
donde yo también me encuentro, comparte; por eso que el nombre de Asmodeo
resultara ser tan relevante dentro del grupo, hablaría muy bien del áalota,
como para no ser, finalmente, incluido en el centro de nuestras futuras investigaciones)
le haya salvado la vida.
Asmodeo
tenía grandes insectos a su disposición, y parecía que estos le obedecían,
quizás por miedo, o quizás por solemnidad, no sé, pero lo que sí era cierto es
que todas las órdenes que Asmodeo dictaba, se cumplían. Parecía que Asmodeo, el
hombre lepidóptero, conocía perfectamente el lenguaje de los bichos, porque
cuando uno de ellos me mordió, dejándome una herida tan grave que sólo Asmodeo curó,
mandó a este que se matase, y el insecto (que en realidad era un miriápodo) se
mordió a sí mismo y murió. Cuando me colocaba unas vendas en el lado donde
había sido mordido, le pregunté sobre los mitos acerca de él. Llegó a confesarme
que, además de los insectos, tenía una afición a las mujeres recién salidas de
su crisálida, y decía admirarlas; y que los relatos de horror que los
feligreses decían que eran del diablo eran ciertos. Asmodeo era un joven que
había utilizado ese nombre como su pseudónimo para vanagloriarse a sí mismo de
sus propios demonios.
Mi
anfitrión me pidió que levantara mis alas —no se sorprendan al saber que yo
también tengo un par, mis alas, aunque grandes, son inservibles, puesto que soy
un hombre muy pesado como para utilizarlas— y yo las levanté. En seguida, el
rostro de Asmodeo cambió para bien, sus ojos azules se veían radiantes, y cada
vez que mis alas, las cuales tienen un aspecto geométrico –Asmodeo ya me había
dicho cuan geniales eran– muy especial, se movían con rapidez. Asmodeo
retrocedía casa vez más contento, anotando cosas y sacando de una caja un largo
puñal, con que abriría a un insecto para obtener sangre igual a la tinta y
seguir escribiendo. Aquello sería una verdadera abominación a los ojos
juzgadores, pero, para nosotros, “la abominación” nunca se ve enjuiciada por la
ciencia, sino por el sistema de creencias que utilizan el término “abominación”
para referirse a todo lo que no es bien visto, y como nosotros seguimos la
razón y detestamos la fe, eso no nos importa. La maldad posee muchos
significados, y nuestros sueños extraños no podrían ser categorizados como
malévolos. Contrario a las opiniones de los grupos conservadores de nuestro
círculo, que únicamente desean estudiar a los seres de Jepri, nuestro principal
deseo es ser igual a los insectos.
Nos
analizábamos mutuamente, y parecía que algo, más de pertenecer a la misma raza,
nos unía como si estuviera previsto, desde nuestro nacimiento, nuestro
encuentro. Nuevamente miré sus alas, las cuales me atraían, y veía que de ellas
salía un fuego infernal. Al ser naranjas, la poca luz hacía que éstas brillasen
en la oscuridad, y el esplendor de las alas era hermoso. Pronto, de las alas
comenzaría la aparición de ojos traseros, ocelos vivos útiles en el camuflaje,
pero inútiles en lo demás, los cuales nacían para emerger de ellas. Prendaron
su vista hacía mí, y los ocelos no dejaban de mirarme. No conocía porqué habían
salido, los ocelos solamente aparecen cuando un cuerpo ya desarrollado está
listo para morir, ellos seguían en sus alas. Asmodeo comenzó a hablar
nuevamente de su metamorfosis, y parecía maravillado por ello. Me enseñó que el
Tlahuelhuete tenía una caja de vidrio en él, que era ocultada por dentro; podía
ver parcamente que Asmodeo coleccionaba alas, alas iguales a las suyas. Eran
las alas de sus antepasados, así como también de los áalomes que había
examinado. Las que estaban en el centro eran las de su padre, mayores a las
otras y más grandes que las del hijo. Había también un espejo, que estaba
detrás de la caja.
Asmodeo
me miraba, me miraba como si quisiera algo de mí. Llamó a varios insectos, que
no doblegaron en formarse. Entendí que quería mis alas. Cuando por fin supe que
no saldría vivo de allí, busqué con que defenderme, sin siquiera levantar las
sospechas del joven que, de espaldas, estaba enfrente mío. Mis ojos se
emocionaron al ver un puñal cerca de la mesa y, aprovechándome de los dormidos
ocelos de sus alas, mi astucia me dio la oportunidad para tomarlo.
El
áalome se dio cuenta de ello, pero, sorpresivamente, él actúo con total
normalidad. Avanzaba hacia mí, haciéndome retroceder, casi en círculos, por el
campo del bosque. Pronto me encontré enfrente de la caja llena de alas, que,
asustadas por mi presencia, comenzaron a revolotear como si estas fueran nuevas.
Asmodeo lo notó, y comenzó a replicar un monólogo que resumiré con las palabras
que mi habla dañada me permita: “Las leyes eran estúpidas, y las leyes volvían estúpidos
a los hombres”. Ninguna ley científica, ni de la biología como tal, podían
explicar lo que Asmodeo decía. Él era un lunático, mas su cordura aún era
evidente. su léxico seguía siendo el mismo, no se vio corrompido. Blasfemaba, y
decía odiar a su padre. Decía ser mejor que él, ya que un áalota se ve
glorificado por el tamaño de sus alas. Ahora, poseía una notable diferencia en
su fisionomía: sus alas se hacían más grandes, y su piel comenzaría a volverse
gris, de la que salían pequeños grumos que tomaban forma de áalomes bebés y
blasfemaban aún más que su portador. Al escuchar y entender lo que decían,
Asmodeo se veía perdido. Tomaría su manto carmesí y cubriría su piel para no
mostrarse más. Había muerto dentro del manto, que volviéndose aún más carminoso
por el flujo sanguíneo del sujeto, se quemó en su caída. Él mismo se había
quitado la vida.
La
caja cayó agresivamente al suelo por los golpeteos, y golpeándose con él, se
rompió haciéndose en pequeños fragmentos de vidrio que saltaron con velocidad
de éste, que pronto se enterraron en nuestros cuerpos. Cuando pude recobrar el
aliento, el espejo vertical del árbol que estaba detrás de mí cayó sin romperse
en mis alas, cortándolas en mi espalda, porque una bestia lo tomó con ira, arrancándolo
como si él hubiese tenido algo que ver contra él. La bestia desapareció con el
espejo ya roto. Sentí el dolor de la perdida de mis extremidades. Asmodeo,
tomándome por el cuello, me obligó a mirar los restos del espejo. Un fragmento reflejaba
una figura lejos de cualquier creación pagana, era la anterior bestia, la que
tiró el espejo, similar a un insecto, de seis alas, y de pequeñas cabezas con
sus propios rostros que salían en todo su cuerpo. Dos ojos gigantes estaban
escritos en los patrones de las alas, que se hacían una sola al ser unidas, y tres
cabezas, cada una más fea que la otra. No sabía si aquello se trataba de una
ilusión, pues la mayoría de mis omatidios se habían roto por el impacto de los
vidrios caídos, pero el espejo, fiel a su función, transmitía perfectamente el
alma corrupta que la perversidad dañó en la crisálida, porque aquello era la
crisálida, que metamorfoseaba. Finalmente, muerto, o ya carente de emociones,
rondaba igual a un fuego fatuo, de seguro para llenar de nueva cuenta la caja
que, supongo, repararía. Quizás obtendría el perdón de Jepri, si acaso él lo
merecía. Ese sería el segundo sacrificio que la bestia entregaría para volver a
ascender al cielo. Sus ocelos estaban muertos, y las lágrimas de estos se
habían marchitado en el rojo de los ojos bestiales. Me indicaban, mirándome con
horror con el sonido de un órgano de mil voces, implorándome a mí el perdón por
no advertirme al mismo tiempo, que mi tiempo había llegado. Sobre lo demás, el
insecto estaba compuesto de un poderoso caparazón convexo, de un exoesqueleto
similar al fuego, casi iluminado por las alas de obsidiana extremadamente
peludas, que coexistían con las patas y brazos igualmente peludas.
Cuando
descubrí que Asmodeo, porque sabía que, aunque ya sin razón, él lo seguía
siendo, me había envuelto en una sábana de seda y me cargó escondiéndome quién
sabe en dónde, porque ya no podía ver nada. sentí que mis alas regresaban a mí,
mismas que seguían conectadas a mi espalda por sus largas venas, parecidas a
cadenas pesadas que me obligaban a cargarlas, pues se hacían cada vez más
pesadas y más grandes de lo habitual. Era mí turno. Dejaré, en fin, que ustedes
mismos averigüen que era lo que, bajo ese rostro de buena simetría,
caracterizado por esos rasgos faciales prominentes, como lo eran sus ojos y sus
labios rojos, que jamás volverán a ser iguales, al ser la transformación
perpetua, les diga la verdad. Cuando mi subconsciente hizo mirarme en un pedazo
de espejo que estaba junto a mí, me encontré que, al verme desfigurado, ¡yo
también era un insecto!

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